L a c A s A d E t e R e S a

L a   c A s A   d E   t e R e S a

Sólo los pobres tienen cosas


En nuestra vieja casa de piedra, en un pueblecito cerca de Madrid, teníamos una parra que había trepado durante décadas, agarrada al muro, para desplegar sobre el balcón su sombra dulce de hojas y de uvas. Un día, no la encontramos; al pie de la pared dolorosamente desnuda se alzaba un muñón diminuto serrado con violencia, tristísimo cimiento vegetal de la catedral derribada. Al vernos, uno de los vecinos se nos acercó para explicarnos con naturalidad, y casi con reproche:

- Era un engorro. Me he comprado un coche nuevo más grande y tenía que maniobrar mucho para entrar en vuestra calle, exponiéndome además a que la parra me rayara la carrocería. Así que la he talado. Era dura la condenada; he tenido que sudar para cortarla.

Pedía casi que le agradeciéramos el esfuerzo. Tan improcedente le parecía que un árbol obstaculizase el camino de un coche, y tan natural esa jerarquía, que no podía imaginar nuestra contrariedad ni nuestra cólera. Entre coches, la lucha habría estado quizás igualada; pero entre un coche nuevo y una excrecencia natural que nadie había comprado, y que salía de debajo de la tierra, el coche nuevo debía hacer valer rutinariamente todos sus derechos.

Las catedrales a veces crecen solas: se llaman parras o almácigos o colinas o glaciares. Se toman su tiempo en formarse -décadas, siglos o milenios- y desaparecen luego en un minuto porque obstaculizan la multiplicación y disfrute de la verdadera riqueza, fabricada por la Ford o por la Sony y vendida por Wall-Mart o El Corte Inglés.

El modelo mental de nuestro vecino aldeano es el de un mundo, el capitalista, en el que son los coches -las mercancías en general- y no los árboles los que tienen valor. Pero tampoco puede decirse, la verdad, que tengan mucho valor. Que prefiramos los coches y los televisores a las parras y las colinas no quiere decir que coches y televisores revistan a nuestros ojos el valor sagrado que para nuestros antepasados tenían ciertos árboles o ciertas montañas. En este mundo están, por así decirlo, las criaturas que no tienen ningún valor -como los rosales, los ríos y los iraquíes- y las que tienen muy poco valor, como lo son todas las que podemos comprar en el mercado. Lo hemos escrito otras veces: los españoles tiran a la basura sus teléfonos celulares cada tres meses, sus ordenadores cada año y medio, sus carros cada dos años. Tiran ininterrumpidamente los pañuelos, los papeles, las botellas, los encendedores, las cuchillas de afeitar, los bolígrafos, los Cds. Valoran más, claro, un trozo de plástico que un castaño milenario, pero el trozo de plástico lo tratan sin ningún respeto y enseguida lo olvidan, lo arrinconan o lo cambian por otro semejante.

El misterio metafísico del capitalismo se resume en esta pregunta: una mercancía ¿es realmente una cosa? Pero antes que nada: ¿qué es una cosa? Digamos que cosa es todo aquello que se rompe y que tarde o temprano no se puede ya recomponer; todo lo que está desprotegido, todo lo que requiere cuidados, todo lo que se vuelve irreemplazable con el paso del tiempo y cuya ausencia, por eso mismo, deja también una especie de cosa intangible y triste en su lugar. La silla que me ha soportado tantos años, el libro, el jarrón, el mar, el mundo mismo son cosas. Un niño y un amado son cosas. Nos guste o no, en la medida en que somos cuerpos y estamos a merced de todos los demás, los seres humanos somos también cosas . No nos importaría ser tratados como cosas valiosas -o al menos como animales de compañía. Pero el problema es que, bajo el capitalismo, somos tratados como mercancías.

Antes la burguesía acumulaba muchas cosas; ahora sólo los pobres conservan algunas pocas con vergüenza y aspiran precisamente a liberarse de ellas. Las cosas han desaparecido. Cuando algo está a punto de convertirse en una cosa, se corre al mercado a cambiarla por otra. Nada se rompe porque todo lo tiramos mientras aún sirve o funciona; nada llega a estar ausente porque no le damos tiempo para estar presente. El mercado capitalista constituye un “hombre nuevo” porque establece un lugar antropológico sin precedentes en el que todo lo existente -todas las criaturas, naturales y artefactas- se pueden reemplazar. De los costes ecológicos de esta ilusión de intercambiabilidad y reemplazabilidad (que se alimenta de recursos finitos y de un planeta diminuto e insustituible) se habla a menudo; lo que no se dice con tanta frecuencia es que, en un mundo sin cosas, en un mundo en el que los humanos no alcanzamos ni siquiera el rango de cosas, en el que nada nunca llega a romperse, todo se puede tratar por igual sin ningún cuidado. ¿Las parras, los ríos, los iraquíes? Son obstáculos para el mercado. ¿Los coches, los televisores, los trabajadores? Vamos, hermano, a comprar uno nuevo.

Todo nuestro universo mental y cultural está ya configurado por esta falta radical de cuidado que acompaña a la ilusión fundamental del mercado: la de que todo tiene solución. La publicidad no anuncia productos concretos sino el evangelio -la buena nueva- de esta curación universal: todo tiene arreglo y si usted tiene arrugas, estreñimiento, la piel seca, poco pelo, nadie le quiere, no le dan trabajo, es sólo culpa suya. Es duro ser pobre cuando uno sabe que con un poco de dinero podría dejar de serlo; es duro ser pobre cuando sabemos que podríamos ser incluso inmortales -y con nosotros toda la familia, que tampoco nos lo perdona- si hubiéramos hecho bien la compra.

Pero esta desaparición de las cosas no rige sólo el universo publicitario; también el cinematográfico. Lo que hay que reprochar al esquema de Hollywood no es que oponga de un modo excesivamente sumario el Bien al Mal. Yo también lo hago: para mí René, Antonio, Fernando, Gerardo y Ramón son los “buenos” y -por ejemplo- Kissinger, Bush y Cheney son los “malos”. Lo que tiene de engañoso, enfermizo y corruptor el esquema de Hollywood es su pretensión -puro reflejo del mercado- de que todos los conflictos tienen solución y todas las pugnas conciliación.

No es así: nos rompemos, nos morimos.

No es así: hay luchas en las que sólo puede haber un vencedor.

Porque nos morimos tenemos que cuidarnos los unos a los otros.

Porque el capitalismo nos trata sin cuidado, es necesaria la revolución.

La Calle del Medio (Cuba)
Fuente: www.rebelion.org


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LOS ALTRUISTAS



(Por Osvaldo Bayer, desde Berlín) En la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Técnica de Berlín tuve la oportunidad de asistir a un trabajo que me llenó de emoción y que me despertó recuerdos de propias experiencias. Se tituló "El proceder moral. El ansia de esclarecimiento". La expositora fue Ulrike Freund. Se trató de las personalidades altruistas. Más exactamente de todos aquellos que pusieron en peligro sus vidas por salvar a los perseguidos. Para estudiar tal fenómeno humano, Alemania lleva a cuestas ese escenario del horror que fue el período nazi, con sus crímenes raciales y políticos y la actuación de organizaciones al servicio del terror de Estado. La preocupación se podría sintetizar en la pregunta: ¿por qué hubo gente que arriesgó sus vidas para salvar a otros y en cambio la mayoría se encogió de hombros y pronunció esa frase -que tanto nos llega a los argentinos- "por algo será"? ¿Por qué hay seres altruistas en mayorías egoístas? ¿Por qué en momentos en que los países caen en regímenes sin garantías las mayorías prefieren la banalidad del mal, la pérdida de la solidaridad humana, busca explicaciones para justificar ese mal imaginando exteriores y crucificándolos de acuerdo con la versión oficial? Pero, ¿por qué al mismo tiempo existen personas que se atienen a principios éticos dispuestos a acompañar en la cruz a los ladrones buenos y malos para no compartir los doce dineros de Judas ni jugar a los dados con los centuriones de turno las pertenencias de los crucificados por el poder y los Pilatos de circunstancias? Una sociedad de quienes son capaces de extender la mano y otros que da vuelta la cara antes de preguntar qué pasa ante una injusticia. En el estudio realizado por Ulrike Freund se investigó el origen familiar y educacional de quienes, comprobadamente, arriesgaron sus vidas, para ayudar al perseguido. En general, los altruistas pertenecen a familias donde se aprendieron los principios de la ética cristiana, pero también a hogares con principios humanísticos y sociales donde la ética se conjuga de acuerdo con los principios de igualdad ante la ley y el derecho a la libertad. Aunque también entre los que fueron capaces de arriesgar su vida por otros se hallan seres criados en la calle sin conexión directa con ejemplos familiares o educacionales. Y que, a la pregunta por qué pusieron en juego sus vidas por un semejante, respondieron con toda sencillez: "Cualquiera en lugar mío lo hubiera hecho". Es decir, también el fenómeno se presenta como algo espontáneo, nacido con la naturaleza misma del humano y aún no transformada en miedo o en adaptación a normas dictadas con la punición al pecado a la altura de un púlpito desde los galones de un uniforme. Los motivos que adujeron los altruistas para su acto solidario podemos dividirlos en dos distintas fuentes, una de ellas sería interpretada por la palabra "asistir" o "hacer el bien"; la otra, por el "deber de justicia". En la primera se subsuman los principios de "condolerse", de "compasión" y de "por afecto a la solidaridad". En el deber de justicia, se incluyen el "respeto al Derecho", al "principio de igualdad" y a la "consideración de la criatura humana".

Alemania ha condecorado a todos aquellos altruistas que enfrentaron al poder total con sólo su coraje civil y su mano extendida. Es una forma de educar. Porque una de las máximas de la educación en las escuelas debe ser el valor del altruismo en el ciudadano, en otras palabras: el coraje civil. Pero nosotros, los argentinos, no premiamos a quienes en la noche negra reaccionaron contra las desapariciones, la tortura y el robo de niños. En representación de tantos héroes civiles mencionaremos a dos: la partera María Luisa Martínez de González y la enfermera Genoveva Fratassi, quienes asistieron en el parto de una detenida embarazada: Isabella Valenzi, que había sido llevada por el tristemente célebre médico policial Bergés. Las dos mujeres cumplieron con su deber humano: avisaron a la familia de la parturienta el nacimiento del niño. Desde entonces, estas dos heroínas de la civilidad están desparecidas. Se las vio en el campo de concentración de El Vesubio por última vez en 1977. (Aquí cabe la pregunta: ¿qué hicieron hasta ahora después de casi dos décadas el gobernador Duhalde y el jefe de policía bonaerense comisario Klodczyk por averiguar algo de la suerte de estas dos mujeres del pueblo? Hago la pregunta porque los ví muy preocupados por mantener en las filas policiales nada menos que al doctor Bergés, acusado de torturar bestialmente a jóvenes embarazadas y al secuestro de niños.) La democracia y la libertad se consiguen con coraje civil y enseñando con el ejemplo de los héroes civiles. Pero en nuestras escuelas, los niños aprenden que el gobernador de Tucumán es el general Bussi, uno de los militares que más acusaciones tiene en la historia, por asesinatos, secuestros, torturas y delitos de lesa humanidad. Pero de la partera González y de la enfermera Fratassi, ni noticias. Alguna vez, manos sin manchas de sangre y conciencias limpias de toda corrupción bajarán de calles de Quilmes el nombre de generales y políticos venales y pondrán el de esas dos mujeres generosas y bellas. Hace ya dos décadas que la Argentina comenzaba a vivir el tiempo del desprecio. Sufrí en carne propia aquello de estar "en una lista". Se decía que al general Sánchez de Bustamante no le había gustado mi investigación histórica sobre la Patagonia o que los oficiales jóvenes les había caído mal La Patagonia Rebelde. Esos eran los cánones de la justicia y esos eran los dueños de la vida y de la muerte en los tiempos de la mercenariedad. Y mientras los dueños del país actuales iniciaban su loca acumulación de riquezas de la mano de Martínez de Hoz, los "enemigos de la identidad occidental y cristiana" teníamos menos seguridades que un insecto. Pero enfrente de los uniformados Camps, Suárez Mason y Bussi había seres humanos como Domingo Martínez. Don Domingo Martínez, obrero panadero, español, socialista libertario. Hombre toda su vida de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA). Fue de aquellos legendarios panaderos que lograron las leyes obreras a fuerza de una lucha sin cuartel y una honestidad a toda prueba. Cuando me ofreció refugio tenía el una quinta de hortalizas en las afueras de Quilmes. Aquí puedes dormir tranquilo", me dijo, sin mucho preámbulo: "Por este umbral no entra ni el Papa, te lo aseguro yo". No faltaba agregar nada. Después hubo otra comunicación: "En esta casa no entra ni prensa burguesa, ni radio burguesa, ni televisión burguesa". "Si quieres leer, ahí tienes", y me mostró todos los teóricos del anarquismo en anaqueles abarrotados de libros. Me alcanzó un tomo de Eliseo Reclus. Sí, libertad, cultura, ecología. Pasé días rodeado del verde de las hojas, el rumor de los pájaros y el frescor de los amaneceres. Y los sueños de Reclus. Gracias a la mano extendida de don Domingo. Este verano lo visité. Está ciego y nonagenario. Después del abrazo nos pusimos a hablar de los ideales de Eliseo Reclus. Pensé: nunca vencerá definitivamente el gatillo fácil ni la picana ni la corrupción mientras haya brazos extendidos y manos abiertas. Los altruistas, como Domingo Martínez.

Autor: Osvaldo Bayer
Fuente: http://www.geocities.com/Athens/3646/altruist.htm



Juntos en el Día de la primavera!!!